El execrable Caso Wallace

Artículo de Patricia Barba Avila

Fecha: El 26 de noviembre 2015

La lectura enriquece el espíritu, cuando sabemos distinguir entre la calidad y la pobreza literaria.

Isabel Miranda de Wallace y Martin Moreno, en promoción del libro El Caso Wallac (2010)
Isabel Miranda de Wallace y Martin Moreno, en promoción del libro El Caso Wallace (2010)

 

DISCRIMINACIÓN LITERARIA: PODEROSA HERRAMIENTA

Sin duda alguna, una de las herramienbtas más valiosas e indispensables para la madurez intelectual/espiritual de cualquier ser humano, es la capacidad de discriminar entre la calidad y la pobreza literaria y, por supuesto, esto se extiende a otros ámbitos de la vida.

Quiénes de nosotros no hemos escuchado, por ejemplo, generalizaciones como: “cultiva tu intelecto leyendo un libro” o, “apaga le tele y enciende la mente”, entre otras. Sin embargo, pese a que el no leer en absoluto o el ver la televisión sin moderación son, efectivamente, factores que obstaculizan el desarrollo óptimo de la capacidad intelectual, la tolerancia y la facultad para convivir de manera armoniosa con el entorno, es importante aclarar que sin la habilidad de discriminar entre calidad y pobreza literaria, artística o moral, los seres humanos quedamos impedidos para transformarnos en ciudadanos partícipes de sociedades progresistas, eminente y genuinamente democráticas y, por ende, justas y solidarias.

Creo, sin lugar a dudas que el no ejercitar a plenitud el raciocinio, el poder de la lógica y el sentido común puede conducir a un individuo o a un grupo social a cometer injusticias y solapar actos de crueldad y corrupción y, por ello, es que deseo expresar mis reflexiones en torno a uno de los casos más execrables de fabricación de culpables, crueldad e inmoralidad de que se tenga memoria en la historia de este país: el infamante “Caso Wallace”, elevado a la categoría de “literatura” por un “periodista” y “escritor” (SIC SIC) que sin el menor rigor investigativo y literario, convirtió una maraña de mentiras emergidas de la mente de Isabel Miranda [de Wallace] –o Isabel Miranda Torres o Isabel Torres Romero, o como se llame—en un instrumento incriminatorio de seis personas inocentes, injuriadas y satanizadas, de manera irresponsable, por Martín Moreno, el autor del libro El Caso Wallace.

Estoy convencida de que este “escritor” quien, para estupor propio y de un creciente número de gente, recibió el Premio Nacional de Periodismo, aprovechó la tendencia de amplios sectores de la sociedad mexicana a creer en héroes míticos de historieta como María Isabel o de cine y TV como Superwoman, para poder vender una narrativa tan ficticia como barata a los lectores de su libro, que dicho sea de paso, por su pobreza literaria es más bien un libelo difamatorio que toma como verdad incuestionable los dichos de Isabel Miranda sin mayores indagatorias en los verdaderos antecedentes de Brenda Quevedo Cruz, una de las inculpadas falsamente y a quien se difama de la forma más vil.

Y es muy cierto que para estar en capacidad de juzgar la calidad de una pieza literaria, televisiva o cinematográfica, es, en la mayoría de las ocasiones, indispensable leer o ver de todo incluyendo, por supuesto, lo burdo y lo muy burdo. Por ello, decidí revisar con paciencia y gran esfuerzo por evitar el vómito, el libro/libelo conocido como El Caso Wallace.

Empiezo por la cita con la que Martín Moreno introduce su libro y que corresponde a uno de los escritores más memorables y éticos que conocemos: Ryszard Kapuschinski, quien por cierto, afirmó con toda pertinencia que “las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. La cita a la que me refiero es la siguiente: 

Aquella gente de abajo, entrelazada por sus extremidades lisiadas, por sus zancos y muñones, estaba apiñada de tal manera que formaba un solo cuerpo moviéndose y arrastrándose, del cual, como tentáculos, salían decenas de brazos, y allí donde no había brazos, aquel cuerpo abría sus bocas y las dirigía hacia arriba esperando a que se les arrojase algo.

No es solamente indignante que Martín Moreno haya elegido uno de los pasajes más desgarradores de la entrañable novela Ébano, en la que Kapuschinski narra su experiencia en el sufrido continente africano, sino que las vivencias que dieron lugar al estrujante texto del también periodista polaco no guardan relación alguna con la farsa monumental en la que se basa El Caso Wallace, además de la distancia de años luz existente entre este respetado personaje y el “escritor” de alquiler Martín Moreno. Es decir, Kapuschinski constató en persona los hechos que narra en sus escritos y reportajes a diferencia de Moreno, quien se sentó a escuchar y a reproducir al pie de la letra, una fábula inverosímil de boca de una consumada mentirosa, secuestradora y torturadora, tal como ha quedado incuestionablemente demostrado por las investigaciones y reportajes de Guadalupe Lizárraga, así como de Anabel Hernández, colaboradora del prestigiado semanario Proceso, y David Bertet, Presidente de la Asociación Canadiense por el Derecho y la Verdad.

Es evidente que el libelo de marras explota la credulidad de sectores sociales infortunadamente sometidos a la basura telenovelesca de La Rosa de Guadalupe y Lichita –donde, dicho sea de paso, se beatifica y promueve con un descaro digno de El Canal de las Estrellas, el Teletón, su  lucrativa aventura comercial donde se utiliza de manera indecente las impactantes imágenes de niños lisiados, accidentados, mal heridos y discapacitados. Este mismo tufo mercachiflero es el que advertimos en la manufactura de El Caso Wallace, en el que se describe con lacrimógena verborrea el amor inconmensurable de Isabel por su hijo, algo que riñe claramente con su afán de dar a su vástago por muerto y sacar considerable provecho financiero y político con un secuestro y posterior asesinato que, como se ha demostrado fehacientemente, sólo han existido en su imaginación. Para muestra, aquí reproduzco algunos pasajes que exhiben la ínfima calidad literaria y periodística de la que adolesce el libro de ficción de Moreno:

“Así le llegaron los 16 y con ellos el amor inesperado. Se enamoró de Enrique Wallace, un contador público 13 años mayor que ella,a quien conoció en un hospital por circunstancias del destino…”

“…Contrajeron matrimonio cuando ella aún era menor de edad, lo que desató la furia de Don Fausto…”

Martín Moreno hubiese podido proceder como lo hace todo periodista/escritor que se respete e investigar la veracidad del cuento de hadas que le narró Isabel, pero no lo hizo, a diferencia de Guadalupe Lizárraga, Directora de Los Ángeles Press, quien demuestra con evidencias irrefutables que Isabel Miranda tenía 21 años cuando registró a Hugo Alberto Miranda Torres, hijo biológico Jacinto Miranda, tal como consta en la primer acta de nacimiento de Hugo Alberto. Esto indicaría que, en el remoto caso de que esta mujer hubiese conocido a Enrique del Socorro Wallace a los 16 años, éste hubiese  cometido adulterio, mientras que Isabel habría incurrido en el mismo delito pues el Sr. Wallace estaba casado con Guadalupe Magallanes, quien se divorció de él en 1974 y le ganó la custodia de sus 5 hijos, después de que la dulce y decente Sra. Wallace la visitó para decirle que sostenía relaciones sexuales con su marido. Por otra parte, el estado civil de Enrique Wallace hubiese imposibilitado el matrimonio legal con Isabel en la fecha en que ella afirma que ocurrió.

Otra de las innumerables falsedades contenidas en el libro y de las que se hubiese percatado Martín Moreno si hubiese tenido la pulcritud y la decencia de revisar, por lo menos, el acta de nacimiento de Hugo Alberto, registrado en 1970 en Milpa Alta, D.F., en el acta No. 27 asentada en el libro 1, consiste en los nombres de los padres de Isabel: Alfredo Torres y Mónica Romero, mientras que Isabel le contó a su porrista disfrazado de escritor, que su padres se llamaban Fausto Miranda Romero y Mónica Torres Jaimes (!!??) Aquí sólo cabe preguntarse a quién le mintió la heroína de barro de El Caso Wallace: a las autoridades del Registro Civil del D.F. o a su pluma alquilada. También cabe preguntarse por qué, si Enrique del Socorro Wallace efectivamente engendró a Hugo Alberto en 1969 y era “un padre amoroso”, no aparece su nombre en el acta emitida en Milpa Alta en 1970 y, en lugar de ello, lo registra hasta 1975, fecha en que nació su hija Claudia, a quien el Sr. Wallace sí engendró con Isabel. Adicionalmente, en esa segunda acta, emitida por el Registro Civil de Texcoco, ya Hugo Alberto aparece con los apellidos Wallace Miranda y la edad de Isabel es de 24 y la de Enrique de 37 años…más mentiras.

Mucho se ha comentado sobre la notable credulidad característica de importantes sectores sociales, derivada del deplorable nivel educativo que priva en el sistema escolar en México, en el que se des-educa y obstruye la capacidad inquisitiva y de análisis, lo que se agrava por la paupérrima calidad de las producciones literarias, de televisión y cine entregadas al público, cuyo resultado es la sorprendente facilidad con la que los lectores de libelos como el de la pluma a sueldo de Martín Moreno, aceptan a pie juntillas una narrativa tan fantasiosa como burda. Y si sólo se tratara de vender una literatura barata, el daño no sería tan grave. Sin embargo, lo brutal e imperdonable de El Caso Wallace es que se constituyó en la herramienta infame que sirvió para criminalizar a seis personas inocentes a quienes se les ha privado de su libertad, se les ha sometido a brutales torturas y a cuatro de ellos se les ha sentenciado a cadena perpetua mientras dos más, Brenda Quevedo Cruz y Jacobo Tagle Dobin, siguen en espera del veredicto en sendos procesos judiciales pletóricos de irregularidades y abusos.

Y es aquí donde la credulidad, la ausencia de escepticismo y de sentido común que prevalece en sectores de la sociedad golpeteados en gran medida por las miserias paridas por Televisa y TV Azteca, junto con la falta de pulcritud periodística y literaria de una pluma alquilada como Martín Moreno, se transforman en el terreno fértil para que una mujer enferma de codicia y poder destruya las vidas y futuros de seis inocentes y sus familias con abrumadora impunidad.

Concluyo esta breve reflexión con la siguiente sentencia de Demócrito:

Es hermoso evitar que otro cometa injusticia; pero si no, también lo es no ser cómplice de la injusticia.

 

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